MADRID.- Hace veintitantos años que el cocinero del que más se hablaba entonces en Europa, el francés Michel Bras, presentó, en una cena celebrada en el marco de un certamen de alta cocina, un plato cuya materia prima principal era ternera blanca.
Eran tiempos en los que la gente rechazaba esas carnes y consumía las de reses mayores, de añojo a (en teoría) buey; carnes rojas, hechas. En el coloquio que siguió a la cena, un cocinero español que entonces estaba muy en boga se quejó de que Bras hubiera servido un plato "propio de un internado de señoritas".
La que fue excelente y tumultuosa crítica gastronómica Nines Arenillas, presente en la cena, saltó como un resorte: "dime en qué internado se sirven platos así, para enviar allá inmediatamente a mis hijas...", le espetó.
Y es que la ternera en cuestión, apenas salseada (alguien afirmó que allí no había quien mojara), era una maravilla de sabor y textura. Pero a los ojos de muchos se trataba de un plato "para señoritas". O, lo que es lo mismo, "para convalecientes".
Esos platos, pensaban muchos, no tenían el menor interés. Estaban completamente equivocados: esos platos tienen un nivel de exigencia altísimo, y requieren un dominio de la técnica y un conocimiento de las materias primas por encima de lo normal.
Si se quieren hacer bien, claro está... porque lo más frecuente es que se hagan de cualquier manera, y entonces no son platos ni para señoritas, ni para convalecientes, ni para enfermos terminales: son bazofia muy adecuada para quien tiene unas tragaderas inmensas y una carencia absoluta de paladar, condiciones ambas que suelen ir de la mano.
Carnes blancas, carnes rojas... Dejando aparte los asados, en cualquiera de sus manifestaciones, la cocina familiar francesa ha patentado dos guisos extraordinarios para unas y otras. Guisos que saben a Francia, a "terroir", guisos de madre, de abuela... Para la carne roja, el maravilloso "boeuf bourguignon" o buey a la borgoñona; para la ternera, esas maravillosas "blanquettes de veau" o blanquetas de ternera.
Quienes las hayan probado saben de qué hablo; quienes no lo hayan hecho, deben hacerlo cuanto antes. Si de las carnes pasamos al pescado, el panorama es parecido. Solemos identificar un pescado cocido (al vapor, en agua, en caldo corto...) con comida para estómagos débiles, organismos en recuperación... El clásico pescado "en blanco" para convalecientes, vamos. Una rodaja o un lomo de pesado blanco cocido, con acompañamiento de unas papas sometidas al mismo procedimiento culinario, un hilo de aceite y unas gotas de limón.
¿Eso es todo? Sí; pero, si se selecciona con gusto y se procesa con mimo y sabiduría puede resultar un auténtico placer. Supongamos que el pescado elegido es un róbalo o lubina, procedente de pesca extractiva, a poder ser capturado con caña en las rompientes costeras.
A ese pescado, todo lo que no sea cocerlo con todo cuidado es hacerle perder gran parte de su mérito, de ese sabor tenue en el que son reconocibles todos los aromas del mar.
Papas hervidas. Perfecto: seleccionen buenas papas y háganlas en el punto perfecto. Por cierto: con el pescado es importantísimo no pasarse, porque el exceso de cocción lo convierte en estropajo; pero no es menos dañino hacerlo demasiado poco: la textura es penosa.
Cuiden el punto: más que nada, cuestión de práctica. Aceite. Un hilo sobre las papas y el pescado. Aceite... de oliva, sin la menor vacilación. Y virgen extra. Le irá uno suave, en el que destaquen los aromas y los tonos frutales.
En cuanto al limón... ustedes mismos. Es una cuestión de gusto personal. Comprenderán ustedes que con unas blanquetas de ternera como las que le hacía madame Maigret al comisario, o un pescado impecable sin más sabores añadidos que el propio... apetece pedir la dirección del internado en cuyos menús figuren. Pero para ir uno mismo. Los hijos... que coman hamburguesas, que es lo que les gusta.
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